Yo

Enero del 2012

Yo, con mis achaques apoyados en el bastón de madera tallada, el que me trajeron mis hijas de Cuba, el que parece un tótem para ancianos.
Yo, con mi moño nevado, hábilmente recogido con las manos resposas, llevando a cuestas casi veinte años de práctica.
Yo, con mi sonrisa desdentada, a la que no engatusaron los señores de Corega.
Yo, en el Metro de Madrid.
Una chica joven me mira de reojo durante un instante, calcula mi edad – seguro que falla el cálculo, pero la perdono – y se levanta sin mediar palabra.

Yo, que soy una Señora, le agradezco el gesto, pero le digo también que no es necesario que se levante por mí, Le digo que tengo menos años de los que aparentan mis párpados cansados y los pliegues en el carmín de mis labios.
Ella, muy digna, responde que no se levanta por mí, sino porque la siguiente parada es la suya.
Tras oír la fría y Orwelliana voz que anuncia la siguiente parada, llegamos y la chica no se apea. Permanece inmóvil. Yo, asombrada, abro los ojos y fijo mi mirada en ella.
Casi logra no descubrir su jugada, pero justo antes de bajarse tres paradas más adelante, me lanza una mirada y, al darse cuenta de que la llevo observando un rato, rompe su máscara veneciana y sonríe con picardía.
Me recuerda a alguien, alguien que conocí hace mucho tiempo, alguien que se apoya ahora sobre un souvenir del Caribe.

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